Cierro los
ojos y me observo a mí mismo, con una perspectiva pausada, a distancia
discreta, en plano picado. Desde arriba diríamos, puedo verme sentado, confirmar
la templanza, el semblante con el que sugiero ideas, metas, objetivos y locuras
varias a cumplir antes de la mayoría de edad. Puedo escuchar como suenan
propuestas a cada cual más bárbara que la anterior: que si un piercing en la
ceja, que si una escapada de fin de semana, que si una borrachera en Benalmádena
tras un largo y socorrido viaje en scooter de 49cc. Que si una noche de putas.
Desfase multicolor y pueril. Los dieciocho solo se cumplen una vez. Tengo
quince, lo sé porque mi pelo es largo, desde mi altura es evidente el pupitre,
verde lima, y mi estuche de tela, lleno de pinceladas de Tipp-Ex que nombran
compañeros de clase, puedo verificarlo desde arriba, en ese perfecto plano
picado, y dispongo por delante de tres largos años para planear lo que será mi
perfecto adiós a la vida juvenil. No hace falta que me esfuerce en mi memoria
para situarme en lo que fue ese día, esa noche, aquel martes de febrero que fue
celebrado por todo lo alto, lo que daba de sí un día de diario, en una nave
propiedad de un amigo, que no conocía tres años atrás, con una novia, que no
tenía dos semanas antes. Las cosas de los planes, la imprevisión del destino.
Animales de proyecciones somos, titulares de lo abstracto, nos dedicamos a
visionarnos en el futuro, a implantarnos frutos a conseguir, cimas por lograr,
y no hacemos sino en muchas ocasiones esclavizarnos de logros que nos harán
dueños de la derrota, si perdemos, o de la desazón, si ni siquiera lo hemos
intentado. Y qué hacemos entonces sin ello, no tendríamos el motor para vivir,
dirás tú, sin esas proyecciones no podremos continuar, qué sería del ser humano
sin los sueños. Otra cosa, probablemente otro ser vivo, distinto, que no se
levantase con el ímpetu cada mañana a trabajar durante ocho horas para ver un
fruto que puede suceder o no, que está ahí, que no controlamos, que no
manejamos porque solo somos títeres en las manos de Morfeo, cuyas fuerzas estrepitosas
no penetran en la verdadera fuerza de nuestro futuro: las elecciones que
asumimos.
Cierros los
ojos y no me cuesta encontrarme a mí, rodeado de nuevas personas, ninguna de
ellas estaba en mis dieciocho pero algunas sí en mis diecinueve, sin embargo
ahora no es mi cumpleaños el que se celebra, es el de otro nuevo amigo, en la
actualidad un hermano, quién iba a decirlo, es su treinta cumpleaños y estamos
disfrazados humilde y ridículamente, con cuatro harapos entre todos haciendo
como si fuéramos hawaianos, pero no lo somos porque, claro, somos españoles,
hueteño en mi caso, y es un día importante porque es el primer miembro de este reciente,
más tarde disuelto grupo, que entra en la nueva década. Seguramente él,
granadino de nacimiento, admirado del pueblo, cargado de convicciones,
intelecto de corazón, no se imaginaba aquel día en un tiempo atrás tal y como
se desarrolló, rodeado de esas personas y de esa temática. Pero así fue.
Ya no hace
falta que entorne los ojos, pesan y caen solos, no es necesario que ventile y
deje en la oscuridad más absoluta la córnea verde que monopoliza mi órgano
visual, que pliega los párpados para proteger mi perspectiva. No hace falta
porque de por sí están cerrados, voy volando, pasando de punta en punta unos,
otros y a otros cuantos no tanto, aquellos a los que no me interesa ver, porque
ya que vuelo soy yo el que decide qué visitar, viendo caras y gestos, risas,
recordando palabras y respuestas, ahora tengo dos enormes globos dorados, estoy
en el cumpleaños de otro amigo que fue mucho y ahora es nada, quién iba a
decirlo, le estoy sosteniendo dos globos, uno con un tres y otro con un cero, ambos,
cómplices, nos tronchamos, mientras hacemos botellón con más gente, con
familia, tragando helio y poniendo voces de gnomo drogado, y menos de medio año
después no puedo sostenerle nada mientras le miro, confundido, porque nuestra
amistad pesa menos que dos globos dorados.
Salto por
este torrente de recuerdos que me golpean y se van, fotografías que volverán a
golpearme cuando menos lo espere, sin consultar si vienen bien o no, las
pisadas de cada cual quedan grabadas en la arena y ahí permanecerán para
siempre, para cuando uno quiera comprender cómo de arduo era el terreno por el
que anduvo. Puedo ver más gente haciendo la misma edad simbólica, veo a mi
hermana recibiendo una fiesta sorpresa, sintiendo la felicidad y recibiendo el
cariño de personas que poco después se han movido en su vida como Vito que pasa
por encima de un tablero de ajedrez, todos desplazados, algunos caídos, otros
cambiados de posición, pero sin lugar a dudas el conjunto individualista se ha
transformado en otra situación, en pequeñas partidas propias de ajedrez. Veo a
una amiga celebrando su fiesta en Granada la entrada en la famosa edad adulta
neo moderna, puedo ver a otro amigo, triunfalista en las relaciones, cómo pasa
su día no haciendo nada, en la más absoluta tranquilidad solitaria.
Aquí, con
los ojos cerrados, todo es más cercano. Aquí, en el día de mi treinta
cumpleaños puedo verme, con los ojos apagados, escribiendo palabras en un Word sin
venir a cuento, sin saber por qué, ni con qué intención ni fin. Juraría que se
encienden solas en el ordenador, que brotan una a una con un tinte de locura
fluidez. Puedo verme sentado, pulsando teclas, y a la vez de pie, caminando por
dos filas de personas que han aparecido en mi vida y me esperan para darme un
gesto de complicidad, para estrechar su mano con las mías, la totalidad me
resulta familiar, camino por ese pasillo, la cámara me acompaña con un
travelling, variando la posición de su eje horizontal, mientras contemplo sus caras
y una sensación de comodidad inunda mi ser, me siento protegido. Con firme
seguridad cada uno con sus planes inacabados, sus derrotas y aciertos, sus
giros de guión, giros del escrito que no está aún escrito para ellos, que nace
de las decisiones que les hayan derivado los caminos más inciertos del planeta
al cortar el cable azul en lugar del verde. Hoy, en el día de mi treinta
cumpleaños, aquí me veo, con los ojos cerrados, queriendo describir que no hay
nada que se puede planificar, que todo actúa con nuestros movimientos, cada
decisión repercute en la siguiente parada. Ya puedo verme, sí, no tengo que esforzarme
en demasía, con los ojos cerrados, ahora, ya puedo verme a mí mismo cerrando
los ojos, entornando suavemente los párpados, recordando aquello que hice en mi
treinta cumpleaños, cuáles fueron las celebraciones de cumpleaños que más me
impactaron, y sintiéndome nostálgico, una vez más, porque ahora tengo cuarenta,
es el veinticinco de febrero de dos mil veinticinco, y pienso que he elegido en
esta década, he tomado caminos, he cortado cables, algunos erróneos, otros no,
todos me hicieron crecer. He vivido.