Cenaron a buena hora, de buena gana, acostumbrados a los tardíos
y frenéticos horarios que las viejas ciudades de Occidente nos arrastran.
Después de beber el último sorbo de agua caliente con sabor a hoja de menta, dejó
la lata de metal en la agrietada mesa de roble y comenzó a pensar en los
senderistas que alguna vez habían tomado algo reconfortante en aquella antigua
cabaña. Acarició con sus dedos las rendijas de la mesa, a riesgo de lastimarse,
los filos, astillas y formas grisáceas
que deformaban la madera, le invitaban a percibir todas las conversaciones que
allí hubieran tenido lugar por parte de los que recorrían el camino. Se
sentía uno y todo a la vez con ellos. Aquella mesa era como un sabio trofeo del
que enorgullecerse, de las arrugas que nacen en el que acumula años, del que ha
escuchado tanto.
Quedó ensimismado un gran rato, oliendo verde y agua, ni
siquiera necesitaba música o hablar con otro. Esa noche estaba tan cansado que
no estableció conversación alguna con el resto de compañeros. Los guías, como
cada noche antes de echar el telón, se reunían en un pequeño corro, y mantenían
charlas en su lengua natal, acompañando con sus musicales voces la tranquilidad
del salón. De vez en cuando incluso se podía sobre entender que contaban algún
chiste, quizá subido de tono, puede que sobre una turista torpe, o quizá sobre
alguna anécdota que hubiera ocurrido en otra expedición. Nadie sabía de qué
carajo reían, pero daba igual, porque mientras conversaban estaban regalando al
resto de personas la pieza que faltaba
para cerrar el sentimiento de vivir un momento auténtico. Así pues, se quedó
allí, oliendo a naturaleza y a la lluvia que caía, como un azote del cielo, y
mientras ésta martilleaba las rocas del camino, él se sentía a salvo allí
dentro, dándose para sí el tiempo que
nunca había tenido.
El octavo día tocaba a su fin, mitad más uno del total, así
que, a pesar de todos los kilómetros que llevaban recorridos y las horas de
esfuerzo que iban acumulándose, no lograba conciliar el sueño, notaba cómo la sangre le palpitaba en las
plantas de los pies y en los gemelos, y tumbado en la cama, podía contar sus
pulsaciones a poco que se concentrara. Fue allí cuando ocurrió. Pum,
pum, pum, decía, pensaba, 50, 60, en este minuto han sido 55, creo, a ver si
las rebajo, deseó. Ojalá pueda quedarme pronto dormido, mañana me espera un día
aún más duro y sin descanso será imposible…pum, pum, pum, pum,…sí, ahora han
sido solo 52, qué bien, acertó a decir dentro de su cabeza. Sus pensamientos se
iban perdiendo, colándose por un pozo inabarcable de números, de pulsaciones
metódicas de soul, ya apenas podía sentirse como tal, distinguirse entre la oscuridad, ser consciente de él
mismo, cuerpo y mente, cuando un ruido, un estruendo, lo devolvió al
mundo de los vivos. Algo sonó tan fuerte en aquella noche que hasta el sonido de
la tormenta se entumeció de timidez.