domingo, 10 de diciembre de 2017

OCTAVO DÍA. El Ruido.


Cenaron a buena hora, de buena gana, acostumbrados a los tardíos y frenéticos horarios que las viejas ciudades de Occidente nos arrastran. Después de beber el último sorbo de agua caliente con sabor a hoja de menta, dejó la lata de metal en la agrietada mesa de roble y comenzó a pensar en los senderistas que alguna vez habían tomado algo reconfortante en aquella antigua cabaña. Acarició con sus dedos las rendijas de la mesa, a riesgo de lastimarse,  los filos, astillas y formas grisáceas que deformaban la madera, le invitaban a percibir todas las conversaciones que allí hubieran tenido lugar por parte de los que recorrían el camino. Se sentía uno y todo a la vez con ellos. Aquella mesa era como un sabio trofeo del que enorgullecerse, de las arrugas que nacen en el que acumula años, del que ha escuchado tanto.  

Quedó ensimismado un gran rato, oliendo verde y agua, ni siquiera necesitaba música o hablar con otro. Esa noche estaba tan cansado que no estableció conversación alguna con el resto de compañeros. Los guías, como cada noche antes de echar el telón, se reunían en un pequeño corro, y mantenían charlas en su lengua natal, acompañando con sus musicales voces la tranquilidad del salón. De vez en cuando incluso se podía sobre entender que contaban algún chiste, quizá subido de tono, puede que sobre una turista torpe, o quizá sobre alguna anécdota que hubiera ocurrido en otra expedición. Nadie sabía de qué carajo reían, pero daba igual, porque mientras conversaban estaban regalando al resto de personas  la pieza que faltaba para cerrar el sentimiento de vivir un momento auténtico. Así pues, se quedó allí, oliendo a naturaleza y a la lluvia que caía, como un azote del cielo, y mientras ésta martilleaba las rocas del camino, él se sentía a salvo allí dentro, dándose para sí  el tiempo que nunca había tenido.

El octavo día tocaba a su fin, mitad más uno del total, así que, a pesar de todos los kilómetros que llevaban recorridos y las horas de esfuerzo que iban acumulándose, no lograba conciliar el sueño, notaba cómo la sangre le palpitaba en las plantas de los pies y en los gemelos, y tumbado en la cama, podía contar sus pulsaciones a poco que se concentrara. Fue allí cuando ocurrió. Pum, pum, pum, decía, pensaba, 50, 60, en este minuto han sido 55, creo, a ver si las rebajo, deseó. Ojalá pueda quedarme pronto dormido, mañana me espera un día aún más duro y sin descanso será imposible…pum, pum, pum, pum,…sí, ahora han sido solo 52, qué bien, acertó a decir dentro de su cabeza. Sus pensamientos se iban perdiendo, colándose por un pozo inabarcable de números, de pulsaciones metódicas de soul, ya apenas podía sentirse como tal, distinguirse entre la oscuridad, ser consciente de él mismo, cuerpo y mente, cuando un ruido, un estruendo, lo devolvió al mundo de los vivos. Algo sonó tan fuerte en aquella noche que hasta el sonido de la tormenta se entumeció de timidez.   

sábado, 14 de octubre de 2017

Sueño

A veces sueño, incluso despierto, sobre todo despierto, que entro en casa y suena el teléfono, y descuelgo. O quizá no entro sino que ya estaba allí, no lo sé, sería extraño que estuviera en casa porque llevo ropa de calle pero no me veo entrar y tampoco oigo el teléfono aunque sé que ha sonado porque al momento me veo hablando, escuchando en realidad. Lo que me cuentan desde el otro lado de la línea da para una larga conversación, pero en el sueño la llamada dura muy poco, es igual, la idea está en mi mente, no hace falta más. Tomo aire y resoplo. Una parte consciente de mi ya sabe que estoy soñando, pero no quiere parar, no es la primera vez y sé que la experiencia será placentera, no habrá un mal final o una caída de altura. El teléfono ya no está en mi mano, estiro los brazos en forma de cruz, cierro los ojos, echo la cabeza hacia atrás, respiro profundamente por la nariz y suelto el aire por la boca en un largo soplido. Varias veces. ¡Sí, sí, sí! Recorro la casa. Salgo a la calle, ya estoy en el coche, apenas presto atención a la carretera, los ojos entreabiertos, ni siquiera oigo el motor y no sujeto el volante con firmeza, sólo apoyo los brazos en él. Paro, me bajo y me veo desde atrás frente al mar. Me aproximo a la orilla mientras me voy quitando la ropa, los zapatos, los calcetines, la camisa azul oscuro, el vaquero,… No es verano, no hace calor, la playa está vacía, el cielo es gris pero no hace frío, debe ser primavera o más seguramente principios de otoño. El agua está caliente, como en una bañera, nado sobre mi espalda y me dejo mecer por las olas. Llego a una plaza llena de gente, de toda la gente que conozco: aquellos a los que amo, los que odio, los que me son indiferentes. Me gustaría poder deshacerme de todos con regularidad, cada cierto tiempo, adiós a todos, dejar de reconocerlos al verlos y que ellos dejen de reconocerme a mí, o al menos dejar de verlos, no ver a nadie conocido, ni vecinos, ni amigos, ni primos, hermanos o padres. No tener relación con ellos. Luego volver a recuperar sólo a aquellos a los que realmente he echado de menos y olvidar al resto para siempre. Conocer gente nueva y vuelta a empezar, otra vez todos al olvido. Hace poco perdí el teléfono móvil. Cuando me hice con uno nuevo lo encendí con la esperanza de que estuviera totalmente limpio, desmemoriado, pero no, ahí estaban la mayoría de ellos, los dioses modernos se encargan de recordar y persistir lo que uno no puede retener en la memoria, o no quiere. Me consoló comprobar que dios no es perfecto y más de uno se perdió por el camino. No los echaré de menos. Todo el mundo en la plaza está triste, o intenta aparentarlo, algunos charlan en corros, me miran, se acercan, me abrazan, lloran en mi hombro, me besan, estrechan mi mano. Yo finjo también estar triste, aprieto los dientes, no digo nada, pero por dentro estoy eufórico, feliz, me siento casi libre. No se puede ser libre mientras se ama a otros o se es amado. Y allí están todos los que amo y me aman. A mis favoritos me dan ganas de confesarles la verdad, no os aflijáis, mejor, respirad hondo, sentid este grado más de libertad, reíd conmigo, dejad a éstos, olvidadlos, están fingiendo, nos dan igual. Mi madre se acerca compungida con mi hija en brazos, me la da. No llores, madre, esto es un alivio, así es mejor, de verdad, créeme. Cierro los ojos, acurruco a la niña en mi pecho, me doy la vuelta y echo a correr.
¡Recomienda este blog!