viernes, 24 de enero de 2014
Eran las ocho
Eran las ocho de la tarde cuando se decidió a soltar la voz. El día estaba lleno de horas y momentos, pero era ese justo, el de las ocho, el que esperaba desde que tomaba algo de conciencia al levantarse temprano, como acostumbraba cada mañana. La aproximación a esa hora le ponía tan nervioso que solía estremecerse al pensar en la posibilidad de perder la única oportunidad de lo poco que podía aspirar. Compartir treinta minutos de su aliento, cuarenta quizá, era el mejor regalo. Era por lo que merecía la pena seguir adelante. Si perdía ese tren también perdería la razón hasta que cayera el sol, hasta que despertarse y tomase algo de conciencia en la madrugada del día siguiente, bien temprano, como acostumbraba cada mañana. Y ahora eran las ocho. A veces esperaba, resguardado en lo poco que quedaba de fuerza, a que fuera ella quien iniciase la proposición. A veces, todas, cuando ella aún no había terminado su trabajo, él aguantaba unos minutos con el ordenador apagado y el alma encendida, mirando el monitor, fundido al negro, con la mesa limpia de papeles y sufriendo minutos de incertidumbre en los que solo veía su propio reflejo en el cristal, sin engaños, su rostro en la oscuridad más infinita, en la soledad que le acechaba. Quedaba absorto, solo por segundos, del miedo que le procesaba una respuesta negativa. Camino en un alambre que tensa otra persona, he de tener coraje y vencerlo, pensó, así que después de todo, esa tarde se decidió a soltar la voz y precipitarse al vacío de las preguntas con respuestas de batalla. ¿Sales a pasear hoy? Alzó él, escondiendo su mirada, intentando disuadir la pasión que le invadía. Ella, tras un respingo en el asiento, se acicaló su media melena acomodánsosela hacia un lado de su espalda, dejando entrever parte de su hombro izquierdo. Le miró y esbozó una sonrisa tranquila, entornando sus ojos almendrados, pausados, felices. Contestó sí. Y la luz iluminó la sala.
miércoles, 22 de enero de 2014
Ellos ya no eran uno y uno
Dónde y cuándo sucedió era fácil de recordar. La situación en sí, de cómo llegaron a eso, mucho más. Aún así no conseguían dilucidar qué motivó aquella metamorfosis, qué brote de circuitos eléctricos, de pensamientos, de energía en definitiva, hizo que de repente sintieran la calidez de lo cercano, de lo que te pertenece. Ellos se habían mirado una eternidad de veces antes de eso. Como si el tiempo les pusiese a prueba, jugando con ellos, simples marionetas del destino, dejando que la indiferencia de la vida cotidiana los fuera aupando, para que luego el golpe fuera hondo. Para que luego algo hiciera crack. Crack, crack, y todo cambió. Dejaron atrás la multitud que los rodeaba y comenzaron a volar, frente a frente, rozándose con los ojos. No pudieron dejar de pensar en ello, en el otro, en el miedo de dejar que el agua corra, del sufrimiento colateral. Porque cuando pasó eso ambos dejaron de ser lo que eran. Ya no eran uno y uno.
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