miércoles, 16 de enero de 2013
La anciana no estaba
Cuando salí del ascensor en el -1 lo primero que vi en la oscuridad de la pequeña estancia que me separaba del garaje fue el carro de Mercadona que usamos los vecinos para subir los mandados cada vez que vamos a la compra, aunque nosotros lo usamos más como portamaletas cada vez que vamos o venimos de algún sitio. De la puerta de acceso entraba la luz pálida de los tubos fluorescentes y al mirar vi pasar un coche azul marcha atrás, me pareció un audi, y en su interior pude distinguir la figura del conductor y la de un niño en el asiento del copiloto. Algún vecino que tiene el trastero bastante lejos de su plaza, pensé. Me dirigí a mi coche y tras acomodarme en él empecé a buscar entre los cedés que guardo en el compartimento del apoyabrazos. Buscaba un cedé blanco, sin inscripciones, uno concreto entre los cinco o seis que tengo que concuerdan con esa descripción. En realidad acertar con el que quiero de entre ese grupo de objetos exactamente iguales y mezclados con otros parecidos es pura suerte, aunque con esa memoria que desarrollamos los que no vemos bien para instintivamente alargar el brazo sin pensarlo hacia un objeto que no vemos pero sabemos que está ahí porque lo dejamos distraídamente hace un tiempo, la probabilidad de acierto aumenta y se puede decir que no es suerte sino saber lo que se hace, y convencido de que había acertado saqué un cedé blanco de la parte superior de la baraja de cedés apilada en su tambor. Devolví el tambor al reposabrazos y al levantar la cabeza me di cuenta de que una anciana pasaba andando despacio por delante de mi coche en dirección a la salida. Era ella, y no un niño, la que había visto sentada en el coche azul. Menuda y encorvada, con el pelo corto, negro, y ropa oscura. Lo normal en una vieja, vaya. Del brazo derecho doblado en ángulo recto le colgaba una bolsa de plástico blanca que no debía pesar mucho y me recordó a mi abuela y a la bolsa de plástico en la que siempre había un ovillo de hilo blanco, agujas de hacer croché y la tarea iniciada. Metí el cedé en el reproductor y en un instante la pantalla me chivó que el contenido eran mp3s, vamos bien, un segundo más tarde la música salía por los altavoces y pude confirmar que había dado en el clavo. Subí el volumen, moví el asiento hacia atrás, me puse el cinturón, pisé el embrague y pulsé el botón de encendido, entonces cambié la posición de los espejos para ajustarlos a la mía, y tras todo este ritual, ya estaba listo para irme. Al llegar a la espiral que comunica las dos plantas de aparcamientos con la salida en un nivel intermedio, vi que la anciana se estaba aproximando a la puerta, apenas unos metros la separaban de ella. Pensé que esto era genial porque así no iba a tener que molestarme en abrirla yo mismo. Maniobré para entrar en la espiral y al recorrerla perdí de vista a la mujer y a la puerta durante un par de segundos. O menos. Pero cuando me encontré frente a la salida la puerta no se había abierto. Y la anciana no estaba.
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